Mercado de pulgas

Hace unos años un hombre compró por un precio ridículo un ejemplar de la Biblia de Gutenberg en el sótano de una vieja librería de la calle Corrientes, en pleno corazón de Buenos Aires. Perdida entre una pila de libros descascarados los esperaba la famosa impresión conocida como Biblia de cuarenta y dos líneas. A ninguno de nosotros puede dejar de asombrarle que algo así pueda suceder. Es una pena no haber sido el afortunado protagonista del hallazgo de ese incunable, hecho improbable pero no imposible.
Fuera del exclusivo ámbito de los incunables, en la actualidad existe un amplio mercado para los buscadores de rarezas. En la ciudad de Buenos Aires hay polos bien marcados: las nutridas plazas domingueras del barrio de Chacarita, las ferias vecinales de Flores, los exclusivos negocios de anticuarios en San Telmo. Pero el lugar más emblemático de la ciudad en ese campo de acción es el Mercado de las Pulgas, ubicado en el límite entre Palermo y Colegiales, un gigantesco galpón de una hectárea perforado por angostos pasillos que forman un ordenado laberinto a través del cual podemos acceder a los más disímiles negocios de antigüedades.
La atracción del Mercado son las antigüedades, pero no necesariamente encontraremos allí sólo piezas de museo: con total desparpajo conviven piezas de fina porcelana china con cepillos de alambre, o collares de plástico de los hippies años setenta con refinados muebles de estilo. Nada es demasiado extraño para estar aquí. Junto a una caja de cartón repleta de discos de vinilo de los años ochenta, reposa dentro de un estuche de madera una cuchara de albañil con una inscripción tallada en ella: es la cuchara con la que se colocó la piedra fundamental del estadio de fútbol de Vélez Sársfield, institución futbolística emblemática nacional, en el año 1947. Poco más allá, decenas de antiguos reproductores de cassette y álbumes de fotografías antiguas. Los elementos se apilan, se cuelgan, se apoyan, se hacen lugar los unos entre los otros.
Vemos una mesa redonda de madera, sus patas torneadas achatadas levemente en su base, una rosa de los vientos calada en el centro, la moldura perimetral en perfectas condiciones. Preguntamos el precio. No está nada mal considerando el de una mesa nueva de características similares. Es exactamente lo que estamos buscando.
Le decimos que la mesa es preciosa, le agradecemos su amabilidad, y nos dirigimos a la salida, permitiéndole al vendedor que haga su trabajo, comenzando el juego: nos detiene, nos dice que podemos conversar el precio, que ha visto que somos la clase de personas que cuidarían de un mueble de tal calidad, que no le gustaría que se lo llevara cualquiera, que si él tiene un local en el Mercado de Pulgas no es sólo por el dinero, sino también por su amor a las antigüedades. El “tira y afloje” dura sólo unos minutos, al cabo de los cuales nos hacemos de la mesa por algo más de la mitad de su valor real.Seguimos paseando, mirando, hurgando, tocándolo todo ante la mirada benévola de los dueños de cada puesto, que saben bien qué buscamos: el valiosísimo incunable ajado mimetizado bajo una pila de libros viejos.

Pablo Franchi (Publicado en Noticias Libres - Arkansas, USA - julio 2008)

La casa que desaparece

Cada mañana el bondi en el que viajo pasa frente a una casa en demolición ubicada sobre la avenida Fleming, en Martínez, provincia de Buenos Aires.
¿Cuánto tiempo toma demoler una casa? Si la empresa de demolición es cuidadosa e intenta rescatar elementos que pueden ser útiles para otra obra (puertas, ventanas, vitreaux, barandas torneadas, escaleras, artefactos de iluminación, pisos de madera, muebles de cocina) es una tarea que no debería exceder los veinte días.
La casa de la avenida Fleming está en ese proceso desde hace al menos un año. Yo fui testigo del primer movimiento, la fijación sobre la fachada de un modesto cartel de obra que indicaba números de permisos y matrículas, profesionales intervinientes y varios otros etcéteras. Entre esos etcéteras, el plazo en el que debía llevarse a cabo la demolición: dieciocho días.
En aquél entonces los primeros trabajos avanzaron rápido, y al final de la primera semana la casa presentaba exteriormente un aspecto no muy diferente al de esta mañana. ¿Qué sucedió? ¿Se detuvo la demolición? He ahí lo extraño del asunto. Aún después de un año la demolición continúa.
Cada mañana veo a alguien llevando una bolsa con escombros a la vereda, o retirando parte de la reja de madera de la entrada, o podando el césped del frente o armando prolijos atados con ramas secas. Seguida a diario la transformación es casi imperceptible, pero considerada a lo largo del año se destaca claramente un hecho indiscutible: la casa desaparece.
En este tiempo su aspecto exterior casi no ha cambiado, sigue siendo, tal como al final de aquella primera semana, una caja de mampostería a la que le han quitado las puertas y ventanas. Pero en su interior ha desaparecido todo vestigio que indicara que eso alguna vez fue una casa. Ni artefactos, ni revestimientos, ni techos, ni paredes (no estoy seguro de los pisos porque no los veo desde el bondi, pero apuesto a que ya no están). Sólo permanecen en pie la pared del frente, las dos laterales, y unos pocos ladrillos de la posterior.
Al pasar esta mañana me dio la impresión de que el jardín del frente se había acercado al del fondo. En plena ciudad, frente a nuestras miradas superficiales acostumbradas al movimiento vertiginoso, al cambio instantáneo, una casa está despareciendo.
Espíritus racionales dirán que no desaparece, que simplemente está siendo objeto de un largísimo proceso de demolición, que las piezas que la conforman están siendo retiradas lentamente, quizá más lentamente de lo normal, pero que eso es todo.
Entonces me pregunto qué es “desaparecer”. ¿Un acto instantáneo? ¿Desde cuándo la prosecución de un hecho maravilloso implica una cuestión de tiempo? Las piezas están siendo retiradas, dicen, y no me aclaran nada. ¿Una desaparición debe ser total para ser real? Quisiera conocer la opinión de alguien a quien le haya desaparecido un medio billete de cien pesos.
El problema está en el truco.
¿Acaso uno le pregunta a un mago cómo ha hecho desaparecer a la asistente que encerró en un baúl hermético rodeado por cadenas y cerrado con diez candados? Para que se verifique la ilusión lo importante es el resultado y no el tiempo que demande. A nuestros ojos esa muchacha no podrá salir ni en diez segundos ni en diez días. Lo importante, repito, es que cuando el baúl se abra la chica ya no esté allí. No nos interesa si primero desapareció una uña, luego una mano, y luego un brazo. El desconocimiento, la sorpresa. En eso reside la magia.
Pero de vez en cuando alguien descubre el truco.
Yo lo hice, y sé que cuando la casa de la calle Fleming desaparezca tomará por sorpresa a los cientos de ojos desprevenidos, distraídos, apresurados, que asistirán boquiabiertos a la culminación de ese excepcional acto de magia.


Pablo Franchi (Publicado en El Heraldo Hispano - Iowa, USA - noviembre 2006)

Programación al paso

Primero: en las ciudades modernas todo está en exhibición. Basta caminar por una avenida cualquiera para notar las enormes vidrieras que ocupan de lado a lado la fachada de cada local comercial. Zapaterías, fábricas de pastas, bazares, mueblerías, confiterías, bancos, farmacias, concesionarias de automóviles, heladerías, librerías, exhiben sus productos buscando tentar a los paseantes.
Segundo: Walkman. Desde la aparición de los primeros sistemas de audio portátiles ha pasado mucho tiempo, pero el sistema sigue siendo el mismo, desde el parlante de la radio contra la oreja hasta los articulares inalámbricos que reciben señales de un aparato electrónico de última generación.
En conclusión, la gente camina por la calle escuchando la radio y viendo vidrieras. O al menos tiene la capacidad de hacerlo. Conformando la sumatoria de este concepto con las dos primeras apreciaciones, han florecido en la ciudad las emisoras de radio con vidriera a la calle.
La radio más escuchada en la Argentina tiene sus estudios de transmisión en Buenos Aires, en un edificio que toma la esquina de las calles Uriarte y Nicaragua. Uno puede sentarse en dos grandes bancas de cemento instaladas allí mismo, sobre la vereda, y ver a locutores, animadores, periodistas, humoristas y actores radiales hacer su trabajo en vivo y en directo.
Hay una frase muy utilizada que habla de “la magia de la radio” haciendo referencia al hecho que, sin necesidad de ver, uno cree que pueda existir en el reducido espacio de un estudio radiofónico desde una tropilla al galope a un baile multitudinario en la residencia de algún noble europeo del siglo pasado. La radio permite un amplio margen a la imaginación. Durante años ese ha sido el fundamento esgrimido en las inevitables discusiones entre los amantes de la radio y los de la televisión, que tiene el inconveniente de mostrar, generalmente, demasiado. El cierre en el traje del monstruo, diría Stephen King.
Pero el estudio radial es sencillo. Tomando la ochava de la esquina hay un enorme vidrio tonalizado detrás de cual, a lo largo de una mesa semicircular, están las personas que escuchamos a diario. A la izquierda, también a la vista del paseante, están los operadores que hacen posible que cada programa salga al aire. Me he detenido varias veces frente a esa vidriera intentando descifrar si esa exhibición ha dañado el espíritu de la radio. Creo que no, que sólo la ha desacantonado, aggiornado. El hecho de que pueda verse, no significa que uno deba hacerlo. Además, la gran mayoría de los programas que se emiten bien podrían formar parte de una transmisión televisiva. De hecho muchas veces parece estar viendo la pantalla gigante de un televisor que sólo capta un canal.
Hagamos futurismo. Como al principio de esta crónica, siguiendo la misma línea de razonamiento, lo que sigue serán programas de TV en vivo y en directo, uno junto a otro, detrás de las vidrieras inmensas de una avenida, mezclados entre farmacias, zapaterías y locales de comidas rápidas.
Y como hace muchas décadas, antes de la aparición del control remoto, habrá que levantarse y caminar unos pasos para cambiar de canal.

Pablo Franchi (Publicado en El Heraldo Hispano - Iowa, USA - septiembre 2008)

Una de esas buenas noches

Mantenerse alerta o abandonarse al descanso. Ese es el nudo de una noche cualquiera.

Si hablamos de la noche en Buenos Aires, lo primero que nos viene en mente es la calle Corrientes, probablemente una Corrientes de hace varias décadas, asolada por noctámbulos porteños y extranjeros en busca de diversión. Luces, bares, restaurantes, cafés, teatros repletos. La Corrientes que nunca duerme.
También podríamos describir una Buenos Aires actual, en la que el espíritu nocturno que la caracteriza no reside ya casi con exclusividad en el centro, sino que se ha disgregado, tomando por asalto los cien barrios porteños a los que cantó Rivero. Más de lo mismo: centros de esparcimiento y diversión para noctámbulos. Gente despierta con ánimo de seguir despierta.
Desde hace algunos años hemos sumado a la lista un tema que también puede ser abordado, el de los cartoneros que recorren la ciudad como una horda pacífica, prolija, y ordenada durante la noche, y prácticamente invisible durante el día. Ellos no duermen a esas horas, no pueden hacerlo. Si hablamos teniendo en cuenta la situación actual, trabajan. Gente despierta obligada a seguir despierta.
Hablamos de la noche porteña y pensamos en salidas, espectáculos, diversión, esparcimiento, tal vez romance. Sin embargo quisiera ser más pedestre en mis apreciaciones, teniendo en cuenta que más allá de esta Buenos Aires cosmopolita hay otras Buenos Aires, en especial la ciudad nocturna que nos es habitual, cercana, y conocida, la que compartimos a diario con personas a las que quizá no volvamos a ver. No tiene nada de glamorosa pero para nosotros es mucho más cierta que una bienvenida salida esporádica. El viaje en bondi.
Es de noche. Las personas regresan a sus hogares después de un largo día de trabajo, para algunos bueno, para otros malo, para unos últimos indiferente, pero por lo general todos nos sentimos cansados por igual. Viajando en bondi todo lo que nos rodea nos incita a cerrar los ojos: el modo en que se mece el vehículo, el ruido apagado del motor (esa clase de sonido al que los italianos llaman suono cupo), el murmullo del tráfico, la brisa fresca que entra por la ventanilla, las conversaciones paralelas y cruzadas de nuestros compañeros de viaje, la repetición del mismo paisaje urbano de cada noche, el propio cansancio, la necesidad de poner, aunque sea por unos minutos, la mente en blanco.
No iremos a ver un espectáculo en plena calle Corrientes ni cenaremos en un restaurante frente al hipódromo de San Isidro ni recibiremos la madrugada al abandonar un club nocturno en pleno Palermo Viejo. Estamos sentados aquí, solos, la mirada perdida tras la ventanilla, el cuerpo cansado sintiendo este bamboleo conocido. Tampoco deseamos estar en otro lugar. Sabemos que el viaje puede hacerse largo, tedioso, aburrido, y muchas veces insoportable, pero del mismo modo otras tantas será amable y nos dará un tiempo a solas, el tiempo obligadamente a solas que el ritmo de la ciudad no nos permite disfrutar.

Digamos que es una de esas buenas noches. El bondi va semivacío, podemos elegir asiento, abrimos o cerramos la ventanilla a nuestra conveniencia, acomodamos sobre la falda nuestra cartera, mochila, maletín, o carpeta, miramos hacia fuera, y hacemos foco más allá de los límites que nos imponen las edificaciones del afuera. Queriéndolo o no, cerramos los ojos. De noche, después de unos minutos, es casi un acto reflejo. Intentamos mantener la cabeza erguida porque nuestros ojos se han cerrado no con la intención de dormir, sino de aislarnos de lo que nos rodea, o, por el contrario, de aguzar los otros sentidos para disfrutarlo. Pero no es fácil mantener los sentidos alerta. Varias veces el mentón baja hasta el pecho, otras tantas echamos la cabeza hacia atrás. Ni siquiera nos damos cuenta que acabamos de dormirnos.
Nuestro cuerpo se mueve siguiendo los caprichos del bondi cuando acelera o frena o toma una curva, pero el arrullo no cesa. Cada noche el bondi se transforma en una gran cuna compartida. De cuando en cuando alguien despierta, la abandona, y deja su lugar a otro viajante necesitado de descanso, otro pasajero al que le bastan pocos minutos para abandonarse y someterse plácidamente, víctima despreocupada de una dulce somnolencia incontrolable.


Pablo Franchi (Publicado en la revista Morticia - Buenos Aires, Argentina - noviembre 2008)

Inadmisibles antes de la tormenta

Ocho de la mañana. El día amanece gris: hace dos días que anuncian por radio y televisión la inminente llegada de la tormenta de Santa Rosa (1), y el cielo lo confirma. Dentro del bondi esa atmósfera parece haberse contagiado. No me refiero a que los que viajamos estemos apáticos o enojados o deprimidos, simplemente grises, como indiferentes a lo que nos rodea.
Entonces, en una parada cualquiera, eso cambia. Suben dos hombres cerca de la treintena, morenos, sonrientes, vestidos con trajes de colores llamativos. Se acercan al chofer (no hablan, se entienden con él por señas) y nos miran a todos desde allí, al frente, de pie, sus blancas sonrisas intentando modificar el estado del tiempo. Todos nosotros los miramos, por supuesto, porque es imposible no hacerlo: uno de ellos lleva un charango entre las manos y el otro apoya las suyas en un bongó que lleva colgado sobre el pecho. Nos desean un buen viaje, y ahí nomás, sin más preámbulos, atacan con una canción del altiplano que nos despierta. Mis pies se mueven solos al compás de la música, como los de los demás. Para cuando acaba la música el ambiente ya no es el mismo.
Les damos un caluroso y merecido aplauso, que los dos músicos agradecen con reiteradas reverencias, sonriendo, haciendo bromas acerca de la dificultad de tocar sus instrumentos en un medio de transporte urbano en movimiento. Caminan hacia el frente, sonríen. Hasta que ven al chofer: la palma abierta de su mano derecha dice algo.
Los dos hombres se detienen, apoyan sus instrumentos en el piso, se toman del pasamano, sus sonrisas desaparecen. Podría decirse que ellos mismos desaparecen. Intentan mimetizarse con el resto de nosotros, aunque no somos los mismos que vieron al subir.
El bondi para. Miro a través de la ventanilla: allí fuera hay un hombre de traje azul, calzada la típica gorra del guarda, el hombre que controla el correcto funcionamiento de la línea de transporte. El hombre recibe un papel con la tablilla que le alcanza el chofer, la completa, la devuelve, mira hacia dentro, corrobora que no hayan vendedores ambulantes o músicos a la espera de una propina. El chofer se hace el distraído, todos nosotros también, y volvemos a ser grises, como lo dicta el día, como debe ser.
Al menos hasta que el bondi arranca y regresa la música, los pies moviéndose al ritmo de la música prohibida como si nada hubiera sucedido. Afuera resuena el primer trueno como un golpe más del bongó.

(1) Esta tormenta, que suele producirse en las cercanías del 30 de agosto (día del santoral de Santa Rosa de Lima), en Argentina forma parte de una larga herencia popular, un hito en el calendario.
Pablo Franchi (Publicado en El Heraldo Hispano - Iowa, USA - agosto 2008)

Deporte ambulatorio

Día viernes, siete y cuarto de la mañana. El clima está inestable, tal como lo ha estado toda la semana., una de esas semanas donde a uno le cuesta levantarse de la cama y salir de casa para ir al trabajo. No seré yo, precisamente desde una columna cuyo subtítulo es “sin moraleja” a decir que todos los días nos levantamos con ganas de ir a trabajar. Por supuesto que hay días de esos, pero hoy no es uno de ellos.
Somos tres a esperar que el arribo del bondi (1) que nos llevará al trabajo. Tres hombres. Tres tipos medio dormidos mirando en la misma dirección, la vista fija pero la mirada perdida. A esa hora de la mañana la avenida aún no está tan transitada como lo estará en media hora más, cuando el tráfico libre que vemos ahora mute en caótico durante un par de horas, en el tiempo que le lleva a la gente llegar a sus lugares de trabajo.
El hombre que está a mi lado enciende una radio. No una radio que pueda escucharse con auriculares, sino una con parlante. Coloca el parlante cerca de su oído, el volumen relativamente bajo, sin embargo yo, a menos de un metro, puedo escuchar perfectamente el programa de deportes que ha sintonizado. Tema principal: esta noche a las ocho se juega un partido de fútbol entre dos de los equipos más emblemáticos de la Argentina: River Plate y Boca Juniors.
Escucho los comentarios a medias, interrumpidos constantemente por el ruido de los escapes de los automóviles y las motocicletas, los celulares, los ladridos en cadena, las persianas metálicas de los locales comerciales levantándose, pero aún así queda clara la idea que los comentaristas buscan transmitir: señores, esta noche se juega el partido más intenso del fútbol nacional, consigan su entrada. El estadio de River Plate queda de paso en el recorrido del bus; tal vez mi compañero de parada, el de la radio, baje a sacar su entrada.
Los efectos de esta clase de publicidad suelen ser efectivos, pero nunca creí que lo fueran tanto. Llega el bus. A lo lejos se lo ve diferente, pero no puedo determinar bien de qué se trata. Basta que se acerque unos metros más para comprenderlo: en los laterales cuelgan banderas rojas y blancas (los colores de River Plate), se escuchan cánticos (irreproducibles aquí, pero todos sabemos a qué me refiero), el bondi oscila hacia los lados. Se detiene junto a nosotros. Se mueve, se agita, late con cada salto y cada arenga de los fanáticos.
Dos de nosotros damos un paso atrás. El de la radio saluda al chofer y sube.
Los que permanecemos en la parada observamos perplejos al bondi que se aleja, que parte del mismo modo en que llegó, latiendo.

(1) Bondi: transporte urbano colectivo de Buenos Aires.

Pablo Franchi (Publicado en El Heraldo Hispano - Iowa, USA - marzo 2008)

La última pulpería

Llamamos “almacén de ramos generales” al lugar donde es posible comprar un kilo de azúcar, diez metros de soga, una pieza de carne salada, o un serrucho de carpintero. El ejemplo más claro que me viene en mente es el establecimiento de los Oleson en “Little House on the Prairie”. Y la época de su apogeo concuerda con la de América del Sur, específicamente Argentina y Uruguay.
Estos comercios, encargados por definición de “sacarnos de un apuro”, casi no existen en las grandes ciudades, y son un bien reservado a las áreas residenciales de los suburbios. Pero más allá de las ciudades y más allá de los suburbios, en áreas rurales había establecimientos que eran mucho más que almacenes de ramos generales: las pulperías.
Una pulpería aunaba, bajo un mismo techo, almacén, bar, casa de juego, centro de reunión comunitaria. Un lugar físico de reunión social. En la época en que históricamente en su mayoría sirios y libaneses eran los únicos que recorrían las enormes distancias del campo vendiendo su mercadería (1), en este lugar podía hacerse prácticamente cualquier cosa, desde comprar los ingredientes para cocinar una tarta de manzanas, hasta beber el más fuerte aguardiente conocido, desde liarse en apuestas de una riña de gallos, hasta disfrutar un buen juego de naipes.
Como en las pulperías no eran infrecuentes los duelos con facones (armas blancas que los gauchos solían llevar a la cintura) ni los asaltos, el dependiente atendía tras el mostrador protegido por una fuerte y alta reja por lo general metálica. Esa misma reja, que en principio cumplía en exclusiva su función específica, finalmente se transformó en el lugar perfecto para colgar sartenes, cacharros, lámparas de aceite, herraduras, lámparas, afiches, y todo aquello que pudiera ser exhibido para la venta. En algunas pulperías cerca de la reja reposaba una guitarra, a disposición del gaucho que quisiera improvisar una payada.
Hace cuatrocientos años nacían en el Virreinato del Río de la Plata estos establecimientos rurales que concentraban farmacia, despensa, bar, centro de juegos, ferretería, y club de encuentro social. Hoy casi han desaparecido. Digo casi, porque en la ciudad de Mercedes, provincia de Buenos Aires, cerca del río Luján, queda en pie, aún funcionando como entonces, la última pulpería conocida. Y aquí mismo estoy, sentado en una mesa con vista al viejo palenque ya en desuso, con una copa de aguardiente frente a mí, que aguarda paciente a que termine de escribir esta última línea.

(1) Dicen que estos vendedores ambulantes comenzaban tan temprano su tarea que era frecuente verlos aparecer como salidos de esa neblina baja matinal, normal en el campo, y desaparecer del mismo modo, con destino arbitrario. Mal identificados genéricamente como turcos, de allí deriva el refrán que reza “perdido como turco en la neblina”, tan utilizado en Argentina.

Pablo Franchi (Publicado en Noticias Libres - Arkansas, USA - octubre 2007)

Otro traje para ir a trabajar

La mayoría de nosotros llega a su trabajo de un modo convencional. Pero no todos.
Hace unos días tuve que viajar por trabajo a Chile, a una pequeña ciudad sureña llamada Puerto Varas, cuyo aeropuerto más cercano es de Puerto Montt, reducido, funcional, preparado para vuelos de cabotaje (no como el de Santiago de Chile, un edificio gigantesco, con denso tráfico aéreo internacional), a unos treinta kilómetros, recorrido que hay que completar en bus o automóvil.
Teniendo en cuenta que lo primero que impacta del territorio chileno al sobrevolarlo es lo escarpado de su geografía, no sorprende que a ambos flancos del camino que lleva a Puerto Varas acompañe un sinuoso e impactante perfil montañoso. Tras unos minutos se llega a la ciudad, un lugar pequeño plausible de ser recorrido a pie, en especial la increíble costanera al lago Llanquihue. Pero lo que llama la atención no es su superficie plácida y transparente. Un día cualquiera puede verificarse al otro lado de la costa la constante repetición del ineludible perfil montañoso con un punto destacado: la vista en forma de cono truncado recortada contra el cielo del volcán Osorno. Sin embargo en este viaje una llovizna persistente y la niebla que se hace más densa a medida que se aleja de la orilla, no me permiten verlo nítidamente.
Al decir de la gente del lugar, no son infrecuentes los días como esos. Pero cuando se disipa la niebla aparecen los botes, kajaks, pequeñas embarcaciones, lanchas, nadadores, windsurfistas. Mi amigo chileno Gonzalo insiste en haber visto muchas mañanas a un nadador atravesar a lo ancho el lago ataviado con su traje negro de neoprene, y regresar por la noche. Me asegura que es su modo de trasladarse al trabajo, en la otra orilla.
No parece una idea muy verosímil, pero sí lo suficientemente atractiva como para hacer el esfuerzo de creerla.
Entre fines y principios de cada año Puerto Varas es un destino frecuentado por turistas de todo el mundo, y en estos últimos años ese turismo ha ido en aumento, de modo que para el viajero frecuente es posible seguir el crecimiento de la infraesctructura hotelera, con la arquitectura de madera, piedra, techos empinados a dos aguas, y grandes paños de vidrio repartido típica de las zonas con nieve al sur de nuestro continente.
Escribo esta crónica la noche de mi regreso. Pasan las ocho de la noche. Desde mi habitación del hotel veo el lago, del otro lado de la calle costera. Acabo de cambiarme para salir al aeropuerto y regresar a casa. Suena el teléfono. Me avisan desde la recepción que han pasado a buscarme. Cuelgo, levanto la vista para darle una última mirada al lago, y creo ver algo inusual: una delgada silueta negra se mueve lentamente sobre la superficie quieta del lago.
Lamentablemente se pierde en la bruma antes de que pueda determinar si es el nadador del que me hablaba Gonzalo o una ilusión óptica. Abandono la habitación intrigado, con una severa duda que prometo responder en el próximo viaje.

Pablo Franchi (Publicado en Noticias Libres - Arkansas, USA - enero 2009)

El sonido del cordón

A lo lejos, montado sobre el bondi, ya puedo verlo. Está solo en la esquina. El hombre ciego golpea su bastón blanco contra el cordón de la vereda, en la esquina de avenida Cabildo y Aguilar. Son las ocho de la mañana, el tráfico automotor es intenso, pero casi no hay peatones. Doy un vistazo rápido en derredor: ni un alma en varias decenas de metros a la redonda del hombre. Tac tac tac.
Su cabeza erguida apunta a la otra orilla. Evidentemente pide una mano para cruzar. El hombre mantiene la cabeza al frente, su bastón golpeando como metrónomo contra el cordón. Pero resulta que a las ocho de la mañana, en Cabildo y Aguilar, no hay tráfico peatonal.
Lo veo desde la altura del bondi en el que viajo, todos lo vemos, pero es una observación inútil, la observación de quienes sólo podemos ser testigos de su espera, del tac tac tac incesante de su bastón solicitando ayuda para alcanzar la otra vereda.
Confieso que la espera me inquieta, y confirmo la misma inquietud en varios de mis ocasionales compañeros de viaje. Cuando el bondi arranca, el hombre sigue allí. Ha ejercitado su paciencia de un modo asombroso, aún más teniendo en cuenta que la ciudad es un loquero.
Unas decenas de metros detrás de él una mujer acelera el paso para socorrerlo. El sonido del bastón y el de sus tacos se funden en un único tempo. Pronto sólo se escuchan los tacos de ella, los zapatos de él, y el murmullo de una charla inevitable que dura lo que dura el cruzar la calle.
La mujer se despide. Sus tacos avanzan veloces hacia su destino, mientras el hombre avanza paciente, golpeando su bastón blanco contra la pared, hasta que no haya más pared, hasta llegar a la próxima esquina, a otro cordón, la cabeza erguida apuntando a la otra orilla, tac tac tac.


Pablo Franchi (Publicado en El Heraldo Hispano - Iowa, USA - Abril 2007)

Para servir a la comunidad

Mi reloj marca las ocho. Es una hermosa noche de verano, fresca, apacible. En verdad aburrida. Entonces un hecho inusual ocurre mientras espero el bondi: frente a la Escuela Municipal de Jardinería estacionan tres patrulleros, sus luces azules y blancas encendidas. Seis agentes uniformados descienden, ganan rápidamente la vereda, y abren de par en par las dos altas puertas en herrería que dan a la calle. Mientras tres las trasponen, los tres restantes regresan a las patrullas y abren los maleteros traseros. Hora de desplegar el arsenal, supongo.
A pesar de lo tarde que es, dejo pasar un bondi para ver qué clase de armas saldrán de ese maletero, intuyendo que en unos segundos asistiré a un tiroteo a la escala de los que nos tiene acostumbrados Hollywood. En cambio, desde el vano de una puerta apenas entreabierta del edificio de la Escuela, un hombre asoma su cabeza. Señalando el piso delante de él, dice:
-Déjenlos acá, Rupiérez.
Y desaparece.
Los seis agentes (policías uniformados, con arma, macana, e insignias reglamentarias) comienzan a extraer de los maleteros poco más de una docena de altas plantas en macetones de barro. Una a una las trasladan y las dejan allí, en el lugar exacto donde había apuntado el dedo de aquél hombre que ya no está.
La operación no lleva más de cinco minutos, en el transcurso de los cuales los seis agentes se cruzan con decenas de alumnos de la Escuela, que pasan junto a ellos charlando de sus cosas, quizá de algún nuevo procedimiento agroquímico para mejorar la calidad del trigo candeal, quizá del recital de Ricky Martin en el estadio de Vélez, quizá de la incidencia del graznido del pato macho en las composiciones musicales clásicas de la primera mitad del siglo dieciocho.
Lo que de seguro no hacen es ayudarlos a ingresar las benditas plantas. Es así como durante unos largos segundos los agentes a cargo de Rupiérez, macetones en mano, las altas plantas golpeándoles las narices, deben esquivar a los estudiantes, mantener los resbaladizos macetones en equilibrio, y colocarlos allí, en el lugar exacto frente a la puerta del edificio.
Poco después los maleteros se cierran, los policías montan a sus patrullas en parejas, y se marchan discretamente, tan discretamente como pueden hacerlo tres patrullas con sus luces azules y blancas girando sobre el techo.
Se me ocurren dos pensamientos contrapuestos: el primero, qué debe esperar un ciudadano respecto del resguardo de su seguridad si los guardianes del orden se encargan de transportar plantas de un lado al otro de la ciudad en lugar de cumplir con su función específica; el segundo, qué altísimo nivel de seguridad debe tener una ciudad para que seis policías distraigan su tiempo realizando tareas “extracurriculares” tan poco ortodoxas como lo es la entrega de plantas a domicilio.
Pero sé que nada es tan blanco ni tan negro.
Mientras recorro mentalmente una posible escala de grises, pasa frente a mí un patrullero que circula a paso de hombre. En la puerta lleva escrito en letras doradas “Para servir a la comunidad”.
Mi bondi llega enseguida, a tiempo para evitar cualquier pensamiento sarcástico.


Pablo Franchi (Publicado en Noticias Libres - Iowa, USA - abril 2008)